domingo, 8 de diciembre de 2013

Depresión Infantil ¿Cómo Identificarla?


 

Pensar en la depresión infantil no es fácil; usualmente los niños que muestran signos de lo que podría llamarse depresión sufren en silencio, pues son catalogados como tímidos, flojos o desobedientes. Muchas veces estos síntomas son atribuidos a respuestas generadas por estrés, déficit de atención con hiperactividad, o a conflictos con sus padres, maestros o compañeros.

Es importante mencionar que estos síntomas pueden aparecer en diversos momentos del desarrollo del niño, sin estar necesariamente relacionados con un cuadro depresivo; en estos casos, podemos hablar de un estado de ánimo triste, de infelicidad, un sentirse desdichado, melancólico, hundido y pesimista. Una situación diferente se presenta al  al hablar de la depresión como un síndrome, en cuyo caso hacemos referencia a un conjunto de síntomas que se relacionan entre sí. De esta manera, al estado de malestar e inquietud mencionado anteriormente, se le suman trastornos vegetativos (problemas para dormir, disminución del apetito, etc.), cambios psicomotores (enlentecimiento –como ir en cámara lenta- o por el contrario agitación), cognitivos (dificultad para concentrarse, indecisión, etc.), conductuales (aislamiento, desobediencia, etc.) y motivacionales; todo ello generando un impacto incapacitante en áreas importantes de la vida del niño.
 
A pesar de que cada vez se cuenta con mayor información y con diversas clasificaciones diagnósticas que definen a la depresión infantil, realizar un diagnóstico de depresión en la infancia continúa presentándose como un reto, ya que los síntomas, situaciones que los propician y el curso del mismo se encuentra influido por el proceso de desarrollo por el que atraviesa el niño. Por ejemplo, el caso del bebé y del niño pequeño, se puede caracterizar por periodos de lloriqueo seguidos por estados de retraimiento y de indiferencia.  Cuanto más pequeño es el niño, más se presenta la sintomatología en el ámbito de las conductas psicosomáticas como anorexia y trastornos del sueño. Cabe mencionar también los episodios diarreicos, las afecciones dermatológicas como eccemas o alopecia; y las afecciones respiratorias como el asma.
 
El caso del niño en edad preescolar, suele estar caracterizado de alteraciones conductuales como el aislamiento y retraimiento, pero lo que se observa con mayor frecuencia es la agitación, la inestabilidad, las conductas autoagresivas y la autoestimulación prolongada (masturbación). Se observa también una búsqueda afectiva intensa que alterna con actitudes de arrogancia, negativas a relacionarse, cólera y violencia al menor rechazo. A veces se dan cambios de humor, con alternancia de euforia y luego de llanto silencioso. En general, las actividades sociales propias de esta edad están alteradas, no hay juego con los otros niños, ni autonomía en los hábitos de la vida cotidiana como vestirse o asearse. Los trastornos somáticos son habituales, trastornos del sueño, del apetito, onicofagia, enuresis y en ocasiones también encopresis intermitente. En relación con el adulto, la sensibilidad a las separaciones puede ser extrema, y la demanda de atención es intensa, imposibilitando la autonomía del niño. Es común que el niño busque sin cesar agradar o complacer al adulto. En estas condiciones, la inserción al pre escolar suele ser complicada o imposible, dado que el niño no soporta la incorporación al grupo infantil y necesita una relación constate con una figura de cuidado.

Los niños en edad escolar, suelen mostrar un estado de ánimo de tristeza y manifestar encontrarse aburridos la mayor parte del tiempo. Pueden exteriorizar su depresión a través de quejas vagas de malestares físicos, así como en el aislamiento y en conductas agresivas. Tienden a estar pendientes de sus padres, culpabilizarse por sentir que los están decepcionando y evitar el contacto con nuevas personas y retos.  Una de las manifestaciones de la depresión en esta etapa que resulta más resaltante, es la elevada preocupación por el trabajo escolar, es común observar que los niños se muestren desmotivados, que presenten miedo al fracaso escolar y que disminuya su rendimiento. Así mismo, se puede observar un incremento en la irritabilidad, las peleas y discusiones en el aula. Como consecuencia de ello, estos niños presentan una baja autoestima y suelen ser muy críticos con ellos mismos, por lo que muchas veces tienen conductas y expresiones de autodesprecio. Igualmente, muchas veces presentan dificultades para conciliar el sueño, pueden presentarse síntomas como enuresis o encopresis, que los llevan a experimentar sentimientos de culpa, así como manifestaciones de trastornos de ansiedad. Por otro lado, es a partir de esta etapa que comienzan a aparecer las ideas, planes e intentos de suicidio.

Es importante destacar que los episodios depresivos aparecen a veces en el transcurso de un acontecimiento que tiene valor de pérdida o de duelo (separación de los padres, muerte de algún familiar), o bien puede tratarse de acontecimientos que para el adulto no tienen un valor significativo (mudanza, muerte de una mascota, alejamiento de algún amigo).  Quizás una de las cosas que pueden quedar en claro en estos casos, es que no es posible hablar de una única causa de la depresión, ya que al igual que en la mayor parte de alteraciones psicológicas, confluyen una serie de elementos en el desencadenamiento del problema.
Dentro de los factores que parecen influir en la presencia de la sintomatología depresiva, se pueden mencionar factores personales o biológicos (correlato genético que se encuentra en niños con padres deprimidos, temperamento), ambientales y acontecimientos vitales que toman mayor importancia si es que están íntimamente ligados a la familia nuclear. El ciclo vital también influye en la distinta vulnerabilidad ante los acontecimientos en las diferentes etapas de la vida. A un niño pequeño (0 a 6 años), le afectan los acontecimientos que ocurren en el seno familiar (separación o la pérdida de algún padre, el abandono, el abuso y todo aquello que esté relacionado directa o indirectamente con la relación de apego). Los niños de edad media (7 a 12 años), empezarán a ser más sensibles a los acontecimientos relacionados con el rendimiento escolar, interacción con los compañeros, la competencia en el juego y la pertenencia a un grupo; mientras que los adolescentes muestran una mayor vulnerabilidad ante la transformación corporal y personal, el cambio en las relaciones con los padres y amigos, las relaciones de pareja, el rol social, etc.  

Claudia Melo-Vega 
Psicóloga
Psicoterapeuta

lunes, 4 de noviembre de 2013

El Vínculo Terapeuta Paciente


Resumen del Trabajo presentado en la Jornada XIII del Centro de Psicoterapia Psicoanalítica de Lima (21 de setiembre del 2013)

Cuando me dijeron que iba participar en esta jornada y me comentaron que el tema a tratar era el vínculo terapeuta paciente la primera asociación que tuve fue ¿por dónde empiezo? ¿De todo lo referido al vínculo qué es lo más oportuno a presentar? Creo que para aproximarse a esta relación es importante asomarse en primer lugar a la idea de vínculo, alrededor de este se presenta el primero de todos, haciendo referencia a la relación madre hijo. Es este el vínculo seguramente fundante de cualquier otro que se forme posteriormente, rico en sonidos, colores y aromas este primer contacto nos acerca a la posibilidad de brindarnos a un otro, con seguridad este primer vínculo se ha podido dar en nosotros de manera bastante cercana a lo idóneo, como condición vital en el rol de terapeuta, debo suponer entonces que si estamos acá hoy, es debido al vínculo fundante de todo terapeuta: el vínculo con nuestras madres.
Amamos, reímos, nos separamos, sentimos orgullo, tristeza, envidia, pasamos tiempo solos o en compañía, recorremos el camino en busca de un algo que nos permita retomar aquello que seguro quedo en algún lugar estancado o a medio hacer. Nos aventuramos en la religión, la filosofía, la psicología o en temas sociales tras la misma búsqueda, hasta que descubrimos un escenario que nos lleva a pensarnos a mirarnos a confrontarnos con la posibilidad de un no saber pero que justamente es en ese no saber dónde empezamos a construir nuestra identidad como sujetos de cambio y luego o al mismo tiempo como terapeutas. Es importante en este vínculo poder definir nuestra identidad como terapeutas, recordar de dónde venimos y todo lo recorrido nos ofrece la posibilidad de adentrarnos en la relación con el paciente de manera segura, reconociendo nuestras habilidades y tratando de aminorar nuestras limitaciones en un proceso que seguro se dará a lo largo de toda la vida.
Coderch señala que todo lo que el analista haga o no haga, diga o no diga es una acción que posee un significado interpersonal y que su tarea consiste en buscar significados interpretarlos y reconocer cual ha sido la influencia de su respuesta personal en la aparición de la réplica del paciente.

Tansey habla de una identificación del terapeuta con su paciente, se trata de una identificación introyectiva transitoria del terapeuta, corresponde a la identificación concordante de Racker en la que cada parte de la personalidad del terapeuta se identifica con la correspondiente del paciente, el yo con el yo, el ello con el ello y el súper yo del paciente con el súper yo del terapeuta.

Dentro del modelo de Bion de continente contenido este se refiriere a que el continente es aquello dentro de lo que algo puede ser proyectado y el contenido aquello que es proyectado en el continente. Esta relación hace referencia la relación madre hijo en la que el bebe proyecta en su madre una serie de contenidos, una madre con buena capacidad de contención, toma lo proyectado, lo modula y lo retorna al bebe de manera que pueda ser tolerado. De manera similar esta función de contención es básica en el vínculo terapéutico, el paciente proyecta sus temores y demás emociones intolerables, frente a él, el terapeuta los contiene, modula y devuelve de manera tolerable para el paciente. Dentro de la concepción Kleiniana, cuanto más empático es el objeto terapéutico hacia las identificaciones proyectivas del paciente y cuanto menos proyectivas e identificatorias son estas últimas, tanto más se vuelven comunicaciones que pueden ser enriquecedoras para el paciente.

En el Perú un reconocido maestro el Dr. Seguin, expuso de manera clara el concepto de eros terapéutico: “No se puede, pues, de ninguna manera, ser psiquiatra si no se posee conocimiento y, paralelo a él, un afán de comprensión íntima, un especial amor hacia los pacientes que he llamado, por su parentesco con el "Eros pedagógico" griego, el "Eros terapéutico". El Eros terapéutico es un amor desinteresado, no posesivo, no imperativo, libre de implicaciones sexuales, que une al médico con el paciente en una cualidad benéfica y floreciente.
Todas estas miradas del psiquismo y de la interacción del terapeuta y su paciente se pueden complementar con una mirada más neurobiológica en la llamada teoría de la mente. Esta está referida como la habilidad psíquica, que poseemos para representar en nuestra mente los estados mentales de otros (pensamientos, deseos, creencias, intenciones, conocimientos) y mediante esta representación psíquica poder explicar y predecir su conducta.

En una psicoterapia exitosa, las conexiones neuronales sinápticas del cerebro del paciente -y tal vez debiera agregarse del terapeuta– cambian. Se ha comenzado a acumular estudios que muestran que la psicoterapia literalmente puede alterar la neuroquímica y fisiología del cerebro. Es interesante comprender como el aspecto vincular tiene una base neurobiológica a este nivel y es aquí donde a parecen las llamadas neuronas espejo las cuales son un subconjunto de neuronas multimodales que tienen la capacidad de ser activadas de modo directo por medio de diferentes modalidades sensoriales. En términos generales, Wolf y sus colegas postularon la idea que el sistema de neuronas espejo está programado con la capacidad de “leer” las expresiones emocionales de los demás, posibilitando al psicoterapeuta, tanto empatizar en alguna medida con experiencias vitales y afectivas ajenas a las propias. La existencia del sistema de neuronas espejo permite suponer que en los procesos de comunicación inconsciente en la relación psicoterapéutica las señales expresivas implícitas del paciente pueden activar en el terapeuta un patrón neuronal resonante similar al del paciente, que es entonces compartido entre ambos y que fundamenta la comprensión empática y el entonamiento afectivo. Desde este punto de vista, es esperable que el psicoterapeuta experimente estados emocionales similares a los del paciente con independencia de las proyecciones y la identificación proyectiva que este último puede utilizar en términos defensivos.

Creo finalmente que lo más importante del vínculo entre el terapeuta y su paciente es lo que nos dijo Seguin: un afán de comprensión íntima y un especial amor al paciente. Dentro del vínculo se ofrece la posibilidad de cambio psíquico, el logro de este, permite la aparición de la transferencia, contratransferencia y resistencias. Creo que en nuestra escucha, en la tolerancia, en nuestra neutralidad tenemos una forma muy cuidadosa de acompañar a nuestros pacientes, ese es a mi modo de ver parte esencial de nuestro trabajo, soy un convencido que lo que cura en mayor parte es nuestra capacidad de amar.


Luis Félix
Psiquiatra
Psicoterapeuta

martes, 15 de octubre de 2013

¿Viernes?







Ayer me encontré con un amigo que trabaja en la oficina de Lima de una empresa transnacional y me contó algo que le pareció muy gracioso y anecdótico. El día anterior al de nuestro encuentro, él estaba trabajando tranquilamente en su escritorio cuando de pronto recibió un mensaje de su jefe que le decía“¿viernes?”, a lo que siguió una risa “jajaja” y otra de Ernesto, mi amigo (todo vía correo electrónico, obviamente). Ernesto me comentó que le pareció muy gracioso el lapsus de su jefe y que, obviamente, entendió que lo que le había querido decir fue “¿vienes (a mi oficina)?”.
Aún cuando Ernesto parecía satisfecho con la risa que le había provocado el curioso episodio, yo me quedé intrigado por el origen del lapsus y le pedí que me contara un poco más de los sucesos de la oficina en aquel día. De acuerdo a Ernesto, su jefe había informado esa mañana que no iba a poder ir a la oficina por problemas personales, anuncio que había alegrado a gran parte del equipo de trabajo debido a que dicho jefe es, digamos, bastante demandante. En el transcurso de la mañana Ernesto se enteró por la secretaria que su jefe se había ausentado porque había tenido que llevar a su hijo de cinco años a la clínica a causa de una fiebre bastante alta. A pesar de todo ello, el jefe se apareció en las oficinas por la tarde a fin de cumplir con sus trabajos pendientes. Es en este momento que Ernesto recibe el mensaje “¿viernes?”. Una vez en su oficina mi buen amigo notó que el jefe estaba por momentos distraído, con el pensamiento en otra parte, inclusive también cuando una gerente entró a su oficina para tratar con él unos temas urgentes. Empáticamente, Ernesto le preguntó qué le pasaba, a lo cual el jefe respondió que se encontraba sumamente preocupado por su hijo, pero no tanto por la fiebre, que estaba siendo muy bien controlada, sino porque no podía acompañarlo y confortarlo en esos momentos en que se encontraba enfermo y desanimado.
Algo muy similar me ocurrió a mí mismo la semana pasada. Quedé con un buen amigo de la academia preuniversitaria en reunirnos a almorzar en un restaurante en la Av. Las Begonias, lugar cercano a su trabajo. Yo llegué primero y empecé a ojear una revista mientras lo esperaba; de pronto, lo vi llegar con un aspecto un tanto desaliñado para ser un hombre de oficina, con unas ojeras tremendas y a un ritmo apurado –algo que no entendía, pues estaba llegando a tiempo a la cita. Nos saludamos afectuosamente, como correspondía, y nos sentamos. Mientras ojeaba la carta, mi amigo ya había pedido su plato y bebida; inmediatamente se disculpó y me dijo que no iba a poder quedarse mucho tiempo, pues tenía que terminar un trabajo esa misma tarde, un trabajo sumamente importante que su jefe le había pedido. Naturalmente le dije que no había ningún problema, que entendía perfectamente la situación. Empezamos conversar de otros temas, de amigos en común, de su estresante trabajo y cuando llegamos al tema familiar, él cambio de cara, se quedó pensativo y me confesó que lo que más lo agobiaba en ese momento no era el trabajo pendiente, sino aquello que estaba dejando de hacer por cumplir con dicha obligación. Ese era un viernes y en la noche su hija iba a hacer el sacramento de la confesión; al día siguiente se celebraría la primera comunión. Miguel, mi amigo, no iba a poder acompañarla esa noche, que era para ella muy importante; pero estaría presente en la primera comunión, “si es que no se presentaba una urgencia del jefe, claro”, me dijo soltando una carcajada que en el fondo tenía un sabor amargo.
En ambas historias se puede identificar inmediatamente que el contexto laboral en el que se encuentran los personajes son los desencadenantes de la angustia que los aqueja, una angustia relacionada a la imposibilidad de compartir con sus hijos momentos muy significativos en sus vidas. De lo que fuimos testigos Ernesto y yo es algo que todos hemos visto o vivido, que la sociedad actual y sus exigencias, en este caso laborales, impiden un adecuado equilibrio entre las esferas en las que transitamos, nos interrelacionamos o simplemente vivimos todos nosotros. La esfera laboral, familiar y social son importantes y cada una requiere de un tiempo, dedicación y disfrute. Cuando una de ellas absorbe el tiempo de las otras dos es cuando surgen las angustias como primera señal de alerta de que hay un malestar, que en las dos historias presentadas son la imposibilidad de disfrutar el tiempo que uno realmente desea pasar con un ser querido; un deseo que no se limita a un simple placer individual, sino que es también un placer de compartir un momento de felicidad con otro que nos es significativo (los hijos en este caso).
Creo que lo que podemos recoger de estas dos historias es que debemos ser conscientes y estar alertas de cuando se pueden estar generando estas situaciones de desequilibrio, ya que de ello dependerá que podamos tomar las medidas necesarias para no descuidar a nuestros seres queridos y a nosotros mismos, en tanto constituye parte de nuestra felicidad el tiempo que pasamos con ellos. Debemos tener en cuenta que el vínculo afectivo, que los padres cumplan su rol de forma adecuada y la comunicación con los hijos son parte fundamental en su desarrollo psíquico. Sabemos que, por el ritmo de trabajo y las demandas de la sociedad actual, no es posible estar siempre al lado de nuestros hijos –y en verdad que tampoco es lo más saludable estar casi fusionados con ellos–, sin embargo, siempre es posible que al menos uno de los padres esté con ellos en los momentos más importantes, y que esos momentos sean siempre de calidad afectiva. Otro factor importante que debemos recordar es que un padre no puede reemplazar a una madre o viceversa, ya que cada uno cumple un rol con funciones específicas que son esenciales para los hijos; desde los más básico como es el cuidado materno en los primero meses del nacimiento del bebe –que es una función materna en sí misma–, hasta la función esencialmente paterna de evitar que la madre se vuelque excesivamente en mantener dicho vínculo con el hijo, cuando éste requiera ya de tener un mayor espacio que permita su individuación como sujeto distinto de la madre.
Esperamos que éste, nuestro primer post, les sea útil y permita la reflexión acerca de si nos estamos olvidando de aquellas cosas que son verdaderamente importantes en la vida, tales como la familia, la pareja, los amigos; aquellas cosas que la sociedad actual tiende a desplazar a un segundo plano, priorizando más el “éxito profesional”, un éxito que no es necesariamente fuente de felicidad. De pronto, uno ya no vive para ser feliz, sino para ser exitoso, aunque muchas veces infeliz.

Bruno Rojas

Psicoterapeuta